Sorpresas del caso Ferrovial
En las últimas semanas hemos asistido a un espectáculo doblemente inusual en torno a Ferrovial: la firma española, cotizada en Bolsa, decidió trasladar su cuartel general a Países Bajos; y el Gobierno lanzó una campaña contra Ferrovial.
La decisión de Ferrovial fue inédita, porque nunca una gran empresa española había desplazado su sede a otro país, pero no es del todo sorprendente, dada la internacionalización de nuestro tejido empresarial. Ferrovial, como otras firmas importantes, ya no trabaja principalmente en España, ni su accionariado es mayoritariamente español. De hecho, tiene mucha actividad en Norteamérica. Su proyección inversora y financiera hacían que el traslado tuviera sentido, como así lo ratificaron finalmente el 93 % de sus accionistas.
La reacción del Gobierno, en cambio, fue sorprendente y peligrosa. Editorializó La Razón: “Cuesta encontrar un caso similar de acoso de una administración a una compañía privada en el libre desarrollo de sus actuaciones”. El Gobierno, junto con la izquierda y parte de la prensa, atacó a la empresa con dureza, alegando que el traslado carecía de justificación. Rafael del Pino, presidente de Ferrovial, fue acusado de antipatriota, cuando Ferrovial cumplía la normativa europea, y el propio Pedro Sánchez está a punto de asumir la presidencia de la UE, que es un área caracterizada por la libertad de movimientos de personas, bienes y capitales. El Gobierno deslizó la posibilidad de represalias fiscales contra Ferrovial; una vez producido el fiasco de la operación gubernamental, empezaron a aparecer noticias y comentarios que cuestionaban la ética de la empresa.
Todo esto es lamentable para la reputación de España, como lo es la absurda idea de que Ferrovial ha ganado dinero a costa de los impuestos de los españoles, como si las obras que ejecutó no hubieran sido acordadas en contratos legales y públicos. Pero sobre todo daña la reputación del Gobierno. Lo deseable, como apuntó el diario Expansión, sería que el Ejecutivo de Sánchez “aprenda de esta experiencia y sea consciente de que su función no es presionar a las empresas sino ofrecerles un marco atractivo para su desarrollo y la captación de inversiones”. Pero sería sorprendente que lo ofreciera.
Surprises in Ferrovial case
Over recent weeks we have witnessed a doubly unusual spectacle around Ferrovial: the Spanish company, listed on the stock market, decided to move its headquarters to the Netherlands; and the Government launched a campaign against Ferrovial.
The decision by Ferrovial was unprecedented because a large Spanish company had never moved its headquarters to another country, but it is not completely surprising, given the internationalization of our business community. Ferrovial, like other important companies no longer mainly works in Spain, and nor are its shareholders mainly Spanish. In fact, it has a lot of activity in North America. Its investment and financial project meant that the move made sense, as ultimately ratified by 93% of its shareholders.
On the other hand, the reaction of the Government was surprising and dangerous. La Razón wrote in its editorial: “It is difficult to find a similar case of harassment from an administration towards a private company freely carrying out its actions.” The Government, along with the left and some of the press, firmly criticised the company, claiming that the move lacked justification. Rafael del Pino, president of Ferrovial, was accused of being antipatriotic, when Ferrovial was complying with European legislation, and Pedro Sánchez is about to take up the presidency of the EU, which is an area characterised by the freedom of the movement of people, goods, and capital. The Government revealed the possibility of tax reprisals against Ferrovial; once the fiasco of the governmental operation took place, news stories and comments began to appear questioning the ethics of the company.
All of this is regrettable for the reputation of Spain, as is the absurd idea that Ferrovial has earned money at the cost of the taxes of the Spanish, as if the work that it carried out had not been agreed in legal and public contracts. But, above all, it damages the reputation of the Government. As the newspaper Expansión pointed out, it would be desirable for the Sánchez’s Executive “to learn from this experience and be aware that its role is not to pressure companies but rather to offer them an attractive framework to develop and obtain investment.” However, it would be surprising for it to offer this.